sábado, 2 de febrero de 2008

"Cazademonios" Capítulo III

* I´m sorry, but this section is only available in spanish. I will translate it as soon as possible... *

Expedición


El campamento comenzaba a despertarse. Los centinelas que habían estado vigilando durante la fría noche la vasta llanura en la que se había establecido el ejército imperial, iban hacia su lugar de descanso, ajenos a todo lo que se acababa de hablar en la tienda del Duque Köller.

El hermano Berthold se sentía confuso. ¿Por qué no enviaban zapadores a analizar y valorar las fuerzas del enemigo? Había algo extraño en todo ello, algo que no le gustaba.

Decidió aparcar esos pensamientos sombríos y acceder al barracón donde una apretada multitud se agolpaba. El olor a comida inundaba el lugar.

Largas hileras de mesas crujían ante el peso de los soldados que tomaban su desayuno, o su rancho, como solían decir. Una gran hoguera se ubicaba en el centro de la estancia, sirviendo a la vez como calefacción central y a la vez como enorme calentador de perolas.

No había mucho donde elegir para alguien con su rango: un pequeño cuenco de barro con sopa de col hervida, vino y un pedazo de pan, más negro que las nubes que tenían sobre sus cabezas y que amenazaban con una fuerte lluvia.

Fue allí donde encontró a Heraclio Egbert, capitán al mando de los 20 alabarderos que el Duque Köller le había asignado como apoyo para su plan de exploración.

El monje sigmarita se acercó a la mesa en la que se encontraba el joven capitán, con la pequeña y roñosa bandeja de madera entre sus manos.

- Loado sea Sigmar – dijo Berthold – ¿podría sentarme y compartir con vos estos alimentos?

- Buenos días, estimado hermano. Sería un verdadero honor contar con la compañía del heroico “Cazademonios”...¡ y con otra comida de mejor calidad! – rió el joven capitán. A esta sentencia se unieron ruidosas carcajadas de los soldados que se encontraban en las mesas vecinas.

Berthold sonrió, pues el capitán se encontraba en lo cierto. A la vez que se sentaba, de una rápida mirada analizó al joven que aún reía; era un hombre que aún no llegaba a la treintena, delgado pero bien formado, y con una larga cabellera negra que se recogía en una cola de caballo de gran caída. Su piel de tonos morenos, surcada por decenas de cicatrices, revelaban una larga vida militar.

- Estimado capitán Heraclio, habéis sido elegido junto con vuestros soldados para realizar una peligrosa misión de reconocimiento – comentó el monje.

- Así me lo ha hecho saber el Duque en persona, hermano Berthold – agregó Heraclio en un tono que denotaba un cierto aire de orgullo.

- No será tarea fácil, capitán – continuó el monje – Al parecer algo en ese condenado ejército del Caos no funciona como debiera – sentenció Berthold, a la vez que apuraba su cuenco de col hervida.

La réplica del joven capitán no llegó, pues un sonido seco y metálico llegaba desde la parte delantera del comedor. La campana era la señal de que la tienda debía ser despejada, así que Berthold apuró su vaso de vino aguado.

En ese momento se sentía a rebosar, pero recordando su pobre pasado en la abadía, cogió el pedazo de pan sobrante y lo guardó; nunca sabías cuando podía regresar el hambre.

- Nos veremos en la entrada del campamento al mediodía, hermano – dijo el capitán Heraclio – y allí continuaremos con esta interesante conversación.

Acto seguido se levantó y despejó la mesa, tal y como realizaban el resto de soldados.

La mañana había pasado de manera rápida; las oraciones que entonó a Sigmar, y parte de los preparativos de su indumentaria le habían llevado más tiempo de lo previsto. Apenas quedaba una escasa media hora para encontrarse con el grupo de alabarderos y su capitán.

Una misión de ese estilo precisaba cierta protección militar y debía ser silenciosa, de eso no cabía duda, sin arcabuceros ruidosos de los que cuidar. Además, era más noble enfrentarse cara a cara con el enemigo, aunque de eso poco sabían las infames huestes caóticas.

Llegado el momento de equipar su montura, Berthold se acercó a las caballerizas, donde el hedor a estiércol y sudor de los caballos y reses de tiro se mantenía constantemente.

El chico encargado de atender a los caballos llevó al monje hasta el lugar en el que se encontraba Bendecido, el enorme semental de color canela que el monje había comprado en la lejana Altdorf.

Con el incesante sonido de los truenos de fondo, Berthold salió del establo con su caballo equipado al completo con armadura. Aparte del aparejo de metal que protegía casi por completo a la montura, el monje-guerrero decoró con 2 planchas de bronce, los cuartos traseros del animal.

En estas planchas del caballo, y en las que el propio monje llevaba en los hombros, el herrero de su antigua abadía de Wolfenburgo realizó un trabajo exquisito; se podían apreciar las tracerías o arcadas representativas del claustro de su añorado centro de formación.

Fue el último regalo que la comunidad le brindó a Berthold antes de partir a su cruzada contra los enemigos del Imperio y de la verdadera religión.

Con las primeras gotas de lluvia cayendo y repiqueteando sobre el metal, el heraldo de Sigmar fue al encuentro del resto de la expedición.>>

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